Desde que el 10 de diciembre de 1992 la voz de la que fuera reina de la revista Celia Gámez dejara de apagarse, el género que nos ocupa parece haber desaparecido por completo. Su fallecimiento pasó desapercibido prácticamente para la mayoría del pueblo español. Solamente algunos amigos, familiares y compañeros de Celia, que aún seguían teniendo contacto con ella, acusaron su desaparición. Y es que ni tan siquiera el pueblo de Madrid, ese pueblo al que tanto quiso, le ha dedicado una calle, una estatua o algún que otro merecimiento a tan insigne artista.
Durante muchos años Celia Gámez fue la indiscutible reina de un género teatral frívolo y desenfadado, hoy tristemente olvidado por las nuevas generaciones, la que alcanzaría el mayor éxito dentro de estas lides; un reinado que abarcaría desde los años veinte hasta bien entrada la década de los sesenta.
Celia vino al mundo un 25 de agosto de 1905 aunque ella, coqueta, como casi todas las artistas, siempre afirmó que había sido en 1908, al menos así lo contemplaba su pasaporte. Nació en el seno de una familia compuesta por doce hermanos. Su padre, Rafael Juan Gámez, marino mercante nacido en Málaga y su madre, Antonia Carrasco de Gibraltar, emigraron del malagueño barrio de El Perchel a Buenos Aires, lugar donde nació nuestra estrella.
Ya desde pequeña y, como suele ser habitual en las gentes del espectáculo, comenzó a interesarse y destacar por sus dotes escénicas pero no fue hasta la temprana edad de los catorce años cuando la niña, desobedeciendo a su padre, entrara de bataclana o vicetiple en el Teatro de la Comedia de Buenos Aires para representar la humorada de Enrique Paradas y Joaquín Jiménez Las corsarias, revista que en España ya había tenido un éxito colosal, especialmente en lo referido no sólo a su procaz libreto sino a su partitura musical, compuesta con gracia y donaire por el granadino maestro Alonso, a cuya magistral batuta pertenecía el celebérrimo pasodoble de “La banderita”.
La suerte o quizás el destino quiso que la estrella de la obra, la por entonces célebre tiple Rosario Pacheco cayera enferma, de tal forma que los empresarios del teatro, Rey y Losada, se fijaran en Celia como posible sustituta. Desde entonces, la chica comenzó una imparable ascensión cuyo primer escalón subiría en la década de los dorados veinte cuando actuara en el Teatro Porteño de la capital argentina conociendo a las más relevantes figuras que triunfaban en aquel momento como el chansonnier Maurice Chevalier, Josephine Baker “la viuda negra” o la bellísima Mistinguette, cuyas piernas estaban valoradas en más de un millón de francos e incluso llegaría a entablar amistad con estrellas internacionales de la época como Gloria Guzmán o Tita Merello mientras actuaba en el Teatro Maipo de Buenos Aires.
Durante muchos años Celia Gámez fue la indiscutible reina de un género teatral frívolo y desenfadado, hoy tristemente olvidado por las nuevas generaciones, la que alcanzaría el mayor éxito dentro de estas lides; un reinado que abarcaría desde los años veinte hasta bien entrada la década de los sesenta.
Celia vino al mundo un 25 de agosto de 1905 aunque ella, coqueta, como casi todas las artistas, siempre afirmó que había sido en 1908, al menos así lo contemplaba su pasaporte. Nació en el seno de una familia compuesta por doce hermanos. Su padre, Rafael Juan Gámez, marino mercante nacido en Málaga y su madre, Antonia Carrasco de Gibraltar, emigraron del malagueño barrio de El Perchel a Buenos Aires, lugar donde nació nuestra estrella.
Ya desde pequeña y, como suele ser habitual en las gentes del espectáculo, comenzó a interesarse y destacar por sus dotes escénicas pero no fue hasta la temprana edad de los catorce años cuando la niña, desobedeciendo a su padre, entrara de bataclana o vicetiple en el Teatro de la Comedia de Buenos Aires para representar la humorada de Enrique Paradas y Joaquín Jiménez Las corsarias, revista que en España ya había tenido un éxito colosal, especialmente en lo referido no sólo a su procaz libreto sino a su partitura musical, compuesta con gracia y donaire por el granadino maestro Alonso, a cuya magistral batuta pertenecía el celebérrimo pasodoble de “La banderita”.
La suerte o quizás el destino quiso que la estrella de la obra, la por entonces célebre tiple Rosario Pacheco cayera enferma, de tal forma que los empresarios del teatro, Rey y Losada, se fijaran en Celia como posible sustituta. Desde entonces, la chica comenzó una imparable ascensión cuyo primer escalón subiría en la década de los dorados veinte cuando actuara en el Teatro Porteño de la capital argentina conociendo a las más relevantes figuras que triunfaban en aquel momento como el chansonnier Maurice Chevalier, Josephine Baker “la viuda negra” o la bellísima Mistinguette, cuyas piernas estaban valoradas en más de un millón de francos e incluso llegaría a entablar amistad con estrellas internacionales de la época como Gloria Guzmán o Tita Merello mientras actuaba en el Teatro Maipo de Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario