No
puedo dejar de sentirme triste cada vez que un cómico, un artista, un
trabajador de la farsa teatral nos abandona. Con él se me van recuerdos
imperecederos que han formado parte ineludible de mi existencia. Su sonrisa cuando
se enfrentaba ante un personaje divertido o sus lágrimas cada vez que me hacía
estremecer en el patio de butacas o ante la pantalla cinematográfica.
Los
cómicos, los actores, los artistas forman parte de nuestra vida hasta el punto
de ser considerados como parte activa de la misma. Son nuestra “otra familia”,
esa cara cercana y lejana a la vez cuya herencia se perpetúa en nuestras
retinas gracias a una frase, una interpretación determinada, una obra, una
película, una entrevista… Un momento entrañable que saboreamos con el regusto
de lo añejo, de lo imperecedero, de lo que nunca muere…
Ser
cómico es entrañable, maravilloso; pero difícil y triste a la vez. El profesor
enseña y educa a sus alumnos. El albañil procura poner ladrillos adecuadamente.
El médico intenta aliviarnos o curar nuestras enfermedades. El policía vela por
nuestra seguridad… pero, ¿y los actores? ¿Y los cómicos? ¿Acaso no poseen una
profesión tan digna de ser tenida en cuenta como las anteriormente nombradas o
acaso es menos cierto que hacer felices a los demás no es tan importante?
En
esta sociedad tan fría e individualista en la que nos movemos, en donde el
estrés de la rutina diaria acaba por condenarnos al ostracismo del encierro que
supone quedarnos en casa descansando o retirarnos a paradisíacos lugares donde
disfrutar con aquellos que queremos, se nos hace del todo imposible pensar en
que hubo un tiempo en que los actores, los cómicos, eran recibidos como
personas non gratas en múltiples villas y ciudades de aquella España de charanga
y pandereta retratada por nuestros dramaturgos áureos y cuyo testigo recogieron
sabiamente Valle, Arniches o los Quintero .
Y
es que esta profesión tan dura, tan maleable, tan sorprendente y mágica pero a
la vez venenosa e inestable, siempre fue elemento contestatario y pulso
enérgico contra el poder establecido.
¿Acaso
un cómico, un actor, no puede manifestar su ideología públicamente? ¿Acaso un
cómico, un actor, no puede decir lo que piensa sin ser encorsetado? ¿Acaso un
cómico, un actor no puede ser valorado en su profesión como el profesor, el
médico o el abogado?
Una
familia que queda lejos. Un trabajo que no se sabe hasta cuándo se va a tener.
Un sueldo que, como el vaivén marítimo, fluctúa de un año a otro. Momentos de
nostalgia en Nochebuena y Nochevieja al no poder estar con los seres queridos.
Instantes llenos de amargor por el familiar recién fallecido y cuyos últimos
estertores no han podido ser vividos por el cómico… Y la ansiedad que provoca
la llamada… Esa maldita llamada que nunca llega y que tan anhelante espera el
cómico… Apenas queda ya dinero y precisa trabajar; pero el público no llena las
salas y al no llenar no se puede invertir en producciones. Y los empresarios se
desesperan. Y cierran los teatros para ser convertidos en infernales centros
comerciales o tiendas de moda con las últimas tendencias… Y la llamada que
sigue sin llegar…
Las reuniones se suceden con los
compañeros, pero ellos se encuentran en su misma situación. Claro que, algunos,
aún desempeñan su labor en aquella serie tan célebre en televisión… Pero no es
lo mismo. No es teatro. No es el contacto directo con el público. No es la
reacción instantánea ante un mutis, un gag o una frase ingeniosa. No son los
nervios cuando se enciende la batería o se abre el telón de boca. No es la tos
de la señora mayor de la primera fila que con el infernal ruido de su caramelo
de menta estorba la audición del parlamento del actor en el momento cumbre de
la obra… Y es que al teatro hay que venir tosido, solía afirmar Alberto
Closas. Tosido y bien vestido, como
elementos ineludibles de un ritual en el que se va a rendir culto a una
ancestral forma de entretenimiento, o ¿acaso los actores, los cómicos, no
merecen que el público vaya ataviado con sus mejores galas para recibirlo?
Y llega el feliz día en el que el
milagro de Talía se produce. La tan ansiada llamada llega en el momento más
desesperante pero también el más oportuno. Atrás quedan las interminables horas
de espera y la felicidad por la recepción del nuevo libreto. Y horas, muchas
horas de ensayo, antaño no remuneradas, pero que servirán para poner en pie una
historia con la que entretener a cientos de espectadores…
Y los nervios del estreno. Y el
recuerdo a tantos amigos y compañeros que ya no estarán presentes. Y ese maravilloso
momento en el que se pone el pie en escena y todo se transforma, donde todo es
sencillamente mágico y poderoso… Y el actor, el cómico, tras haber pasado
múltiples penalidades sonríe tristemente porque no sabe si dentro de un mes, o
de dos, o de un año, volverá a trabajar y pisar las tablas de aquel desvencijado
coliseo que permite reflejar en su cara, como si de un espejo se tratase, la perenne e inquebrantable sonrisa de la
platea…
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