¡VIVA LA REVISTA!

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lunes, 24 de junio de 2013

LA TRISTE SONRISA DEL CÓMICO...


No puedo dejar de sentirme triste cada vez que un cómico, un artista, un trabajador de la farsa teatral nos abandona. Con él se me van recuerdos imperecederos que han formado parte ineludible de mi existencia. Su sonrisa cuando se enfrentaba ante un personaje divertido o sus lágrimas cada vez que me hacía estremecer en el patio de butacas o ante la pantalla cinematográfica.
Los cómicos, los actores, los artistas forman parte de nuestra vida hasta el punto de ser considerados como parte activa de la misma. Son nuestra “otra familia”, esa cara cercana y lejana a la vez cuya herencia se perpetúa en nuestras retinas gracias a una frase, una interpretación determinada, una obra, una película, una entrevista… Un momento entrañable que saboreamos con el regusto de lo añejo, de lo imperecedero, de lo que nunca muere…
Ser cómico es entrañable, maravilloso; pero difícil y triste a la vez. El profesor enseña y educa a sus alumnos. El albañil procura poner ladrillos adecuadamente. El médico intenta aliviarnos o curar nuestras enfermedades. El policía vela por nuestra seguridad… pero, ¿y los actores? ¿Y los cómicos? ¿Acaso no poseen una profesión tan digna de ser tenida en cuenta como las anteriormente nombradas o acaso es menos cierto que hacer felices a los demás no es tan importante?
En esta sociedad tan fría e individualista en la que nos movemos, en donde el estrés de la rutina diaria acaba por condenarnos al ostracismo del encierro que supone quedarnos en casa descansando o retirarnos a paradisíacos lugares donde disfrutar con aquellos que queremos, se nos hace del todo imposible pensar en que hubo un tiempo en que los actores, los cómicos, eran recibidos como personas non gratas en múltiples villas y ciudades de aquella España de charanga y pandereta retratada por nuestros dramaturgos áureos y cuyo testigo recogieron sabiamente Valle, Arniches o los Quintero .
Y es que esta profesión tan dura, tan maleable, tan sorprendente y mágica pero a la vez venenosa e inestable, siempre fue elemento contestatario y pulso enérgico contra el poder establecido.
¿Acaso un cómico, un actor, no puede manifestar su ideología públicamente? ¿Acaso un cómico, un actor, no puede decir lo que piensa sin ser encorsetado? ¿Acaso un cómico, un actor no puede ser valorado en su profesión como el profesor, el médico o el abogado?
Una familia que queda lejos. Un trabajo que no se sabe hasta cuándo se va a tener. Un sueldo que, como el vaivén marítimo, fluctúa de un año a otro. Momentos de nostalgia en Nochebuena y Nochevieja al no poder estar con los seres queridos. Instantes llenos de amargor por el familiar recién fallecido y cuyos últimos estertores no han podido ser vividos por el cómico… Y la ansiedad que provoca la llamada… Esa maldita llamada que nunca llega y que tan anhelante espera el cómico… Apenas queda ya dinero y precisa trabajar; pero el público no llena las salas y al no llenar no se puede invertir en producciones. Y los empresarios se desesperan. Y cierran los teatros para ser convertidos en infernales centros comerciales o tiendas de moda con las últimas tendencias… Y la llamada que sigue sin llegar…
            Las reuniones se suceden con los compañeros, pero ellos se encuentran en su misma situación. Claro que, algunos, aún desempeñan su labor en aquella serie tan célebre en televisión… Pero no es lo mismo. No es teatro. No es el contacto directo con el público. No es la reacción instantánea ante un mutis, un gag o una frase ingeniosa. No son los nervios cuando se enciende la batería o se abre el telón de boca. No es la tos de la señora mayor de la primera fila que con el infernal ruido de su caramelo de menta estorba la audición del parlamento del actor en el momento cumbre de la obra… Y es que al teatro hay que venir tosido, solía afirmar Alberto Closas.  Tosido y bien vestido, como elementos ineludibles de un ritual en el que se va a rendir culto a una ancestral forma de entretenimiento, o ¿acaso los actores, los cómicos, no merecen que el público vaya ataviado con sus mejores galas para recibirlo?
            Y llega el feliz día en el que el milagro de Talía se produce. La tan ansiada llamada llega en el momento más desesperante pero también el más oportuno. Atrás quedan las interminables horas de espera y la felicidad por la recepción del nuevo libreto. Y horas, muchas horas de ensayo, antaño no remuneradas, pero que servirán para poner en pie una historia con la que entretener a cientos de espectadores…
            Y los nervios del estreno. Y el recuerdo a tantos amigos y compañeros que ya no estarán presentes. Y ese maravilloso momento en el que se pone el pie en escena y todo se transforma, donde todo es sencillamente mágico y poderoso… Y el actor, el cómico, tras haber pasado múltiples penalidades sonríe tristemente porque no sabe si dentro de un mes, o de dos, o de un año, volverá a trabajar y pisar las tablas de aquel desvencijado coliseo que permite reflejar en su cara, como si de un espejo se tratase,  la perenne e inquebrantable sonrisa de la platea…

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