¡VIVA LA REVISTA!

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jueves, 14 de enero de 2010

1910-2010: Cien años de... La corte de Faraón (XXV)


Víctor M. Peláez:


"La autoría textual de esta opereta bíblica está a cargo de las plumas de dos escritores en estrecha sintonía, como son Guillermo Perrín y Miguel de Palacios. El fenómeno de la coautoría conoce un desarrollo espectacular en la segunda mitad del siglo XIX y llegan a formarse verdaderos dúos consagrados, como los casos de nuestros autores, ya a caballo entre ambos siglos, o, también, de Vital Aza y Miguel Ramos Carrión o Celso Lucio y Antonio Palomero. Lo más normal son las parejas de autores, pero tal fenómeno puede implicar la intervención de un mayor número de escritores. La coautoría es favorecida por causas varias: muchos autores eran colaboradores periodísticos y coincidían en tertulias literarias y sociedades de autores; la fecundidad necesaria para no desaparecer de las carteleras exigía un trabajo de escritura teatral a marchas forzadas, más llevadero en colaboración; y el teatro breve, tan extendido en el período finisecular y de principios del siglo XX, se caracterizó por un esquematismo tan fijo, que el reparto de las tareas de escritura teatral no suponía ninguna dificultad.
Las trayectorias de Perrín y Palacios fueron similares. Ambos se criaron en provincias, el primero en Valencia y el segundo en Gijón, y marcharon a cursar estudios universitarios a Madrid, de Derecho y Medicina respectivamente. Abandonaron sus profesiones y se dedicaron al teatro. De Miguel de Palacios se sabe que dirigió algunas revistas teatrales (El Trovador y La Batuta) y colaboró en otras publicaciones, pero todo encaminado a la actividad teatral. Su aportación conjunta a los escenarios fue ingente, enmarcada formalmente en el teatro breve de un acto y de temática cómica, satírico-burlesca y paródica. Pertenecen, desde la perspectiva de la parodia dramática de la que partimos, al grupo de los que hemos llamado «parodistas aficionados», porque entre su producción dramática cuentan con parodias (La Corte de Faraón, El morrongo y El trueno gordo, por citar unos casos) y, más comúnmente, con piezas cómicas teñidas de actitudes paródicas.
La frenética labor de estos autores se entiende por el afán de beneficios rápidos y seguros, gracias a una coyuntura favorable. Los teatros españoles dieron cabida en sus repertorios a este tipo de piezas porque generaban unos ingresos suculentos, que los dramas convencionales no podían proporcionar. Los autores supieron aprovecharse de tales circunstancias, poniendo todos sus esfuerzos en la elaboración de piezas dramáticas de este tipo. Este hecho les generó una fama negativa entre la intelectualidad del momento. Sin embargo, los autores, en general, «no querían saber nada -o querían saber poco- de otros empeños que, aunque podían dar prestigio en el mundo intelectual, no daban la posibilidad de comer caliente todos los días». Es así de sencillo y, a la vez, triste.
Esa motivación económica es el elemento principal que justifica la tremenda actividad dramática de Perrín y Palacios, pero no podemos quedarnos ahí. Una producción tan prolija implica un interés de los autores por la materia con la que trabajan; es evidente que disfrutan con lo que hacen, porque el teatro es un medio perfecto para jugar con los espectadores. En el caso de La Corte de Faraón, desean que el público se integre en la función, acepte participar en el juego propuesto. ¿De qué juego se trata? Del que implica toda parodia: el reconocimiento de un subtexto (en este caso, recordemos que son posibles subtextos) y la consecuente recompensa (el sentimiento de satisfacción que produce captar las referencias más o menos veladas). Los espectadores se implican en la función, participan activamente en ella, porque saben que la recompensa es gratificante. Les siguen la corriente a los autores, quienes, a su vez, desean ser entendidos por su público. Se establece así una relación dialéctica entre los autores y los espectadores, que constituye la base del modelo de la comunicación de la parodia dramática: los autores entran en contacto con el público, al que interpelan directamente, lo involucran en su juego, y la positiva reacción de los espectadores afecta a los autores en varios sentidos, pues éstos, por una parte, ven recompensado su esfuerzo en la realización del juego y, por otra, modifican el producto dramático en función de los intereses del auditorio. Tal relación dialéctica es posible porque autores y receptores comparten unos determinados códigos (históricos y culturales). En el momento en que esa situación ceñida a una coyuntura temporal deje de darse, la relación cambiará sustancialmente. Pensemos, por ejemplo, en una puesta en escena actual de La Corte de Faraón: el público de principios del siglo XXI no tendría la misma capacidad interpretativa que el de principios del XX, porque carece de los códigos de ese período histórico. Tendría, por tanto, que efectuar una reconstrucción de tales códigos, que supondría asimilar las circunstancias del contexto próximo a 1910 (panorama teatral, concepto del teatro en ese período, gustos del público, situación política, sociocultural y económica en España) y conocer los elementos del juego que proponen los autores (la parodia es tal si damos con el subtexto o subtextos parodiados). Si tal reconstrucción no se realizase, que es lo más probable, el público se quedaría con el lado divertido y espectacular de la opereta, pero no respondería positivamente a una de las intenciones de los autores, la paródica, y se perdería, por tanto, una importante faceta de la opereta. En otras palabras, todas las referencias tan evidentes para el público de principios del siglo XX no lo son tanto para los espectadores actuales y, en consecuencia, la interpretación en clave paródica de La Corte de Faraón depende de nuestra capacidad de reconstrucción de los códigos anteriormente referidos. Es un problema de reconocimiento de subtextos que afecta a la esfera de los receptores, porque los autores-emisores manifiestan de forma evidente los elementos paródicos. No en vano, el género paródico se caracteriza por la voluntad de hacer explícito el subtexto, para que los espectadores capten sin ningún problema las referencias que jalonan la representación dramática".

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